William Ospina nació el 2 de marzo de 1954 en Padua, Herveo-Tolima, (Colombia). Su padre era el cantante de folclore colombiano Luis Ospina. Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Santiago de Cali. Desde su juventud se dedicó a la escritura a través del periodismo y la literatura. Vivió en Europa de 1979 a 1981, y viajó por Alemania, Bélgica, Italia, Grecia y España. En 1982 ganó el Premio Nacional de Ensayo de la Universidad de Nariño, Pasto, con el ensayo Aurelio Arturo, la palabra del hombre y en 1986 publicó su primer poemario: Hilo de Arena. Fue redactor en la edición dominical de diario La Prensa de Bogotá de 1988 a 1989. Escribió ensayos sobre Lord Byron, Edgar Allan Poe, León Tolstói, Charles Dickens, Emily Dickinson, las mil y una noches, Alfonso Reyes, Estanislao Zuleta, literatura árabe, la brujas de Macbeth.
En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. En 1999 recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana, de Medellín, y en 2005 el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad del Tolima. En el año 2005 publicó su primera novela Ursúa. Ha colaborado con el diario El Espectador. Es socio fundador de la revista literaria Número y desde hace tres años escribe una columna semanal en la revista Cromos. Recientemente ha sido galardonado el Premio Rómulo Gallegos 2009 por El país de la canela. William Ospina está considerado como uno de los poetas y ensayistas más destacados de las últimas generaciones y sus obras son mapas eruditos de sus amores literarios, acompañados de declaraciones ideológicas sobre la historia y el mundo moderno.
En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. En 1999 recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana, de Medellín, y en 2005 el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad del Tolima. En el año 2005 publicó su primera novela Ursúa. Ha colaborado con el diario El Espectador. Es socio fundador de la revista literaria Número y desde hace tres años escribe una columna semanal en la revista Cromos. Recientemente ha sido galardonado el Premio Rómulo Gallegos 2009 por El país de la canela. William Ospina está considerado como uno de los poetas y ensayistas más destacados de las últimas generaciones y sus obras son mapas eruditos de sus amores literarios, acompañados de declaraciones ideológicas sobre la historia y el mundo moderno.
Preguntas para una nueva educación
Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los
diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que
Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos
piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel
Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación
con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a
la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero
sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia
hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y
noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver
la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos
trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía,
ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos
enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan
entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la
explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo
que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la
caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor
irracionalidad en el conjunto?
Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de
las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los
rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución
Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de
África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan
frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las
muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la
información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
Nada es más omnipresente que la información, pero hay
que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que
tendríamos que llamar “la telaraña de lo infausto”. El periodismo está
hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un
hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y
vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna
noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la
red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que
sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión
como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros
tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los
medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna
época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la
acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo
quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la
caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y
una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las
desgracias planetarias.
Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él
podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: “lo saben
todo pero es lo único que saben”. El periodismo no nos ha vuelto
informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que
las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino
anteayer ya no tienen la misma importancia.
Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria
acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos
tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería
que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca
había sido tan voluble nuestra información, tan frágil
nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello
demuestra que no basta la información: se requiere un sistema
de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito
de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
Es verdad que solemos descargar el peso de la educación
en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación
tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes
sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión,
deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para
mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes
en el comportamiento de los ciudadanos.
Cuenta Gibbon en la “Declinación y caída del Imperio
Romano” que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los
emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con
cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un
vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad,
con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo
criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían
en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se
extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día
llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió
Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó
la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con
Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían
sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el
trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del
ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los
medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de
conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración
por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad
de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la
elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de
Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja
humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el
deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia,
el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos
admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más
la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los
ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los
frutos de la paciencia o de la disciplina.
Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot:
“¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que
hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido
en información?
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Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”. Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
“Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos”,
dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos
decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá
tal vez a la psicología o a la neurología descubrir
si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica
que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños
del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente,
se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito
principal de la programación de televisión, por mucho
contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino
comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así
los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica
es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual
los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo
en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo
puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar
las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas
por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas
a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia
si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias
de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos
cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría
que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio
y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el
sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan
las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre
de información irresponsable, de conocimiento indigesto,
de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los
años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han
ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y
después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a
veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a
recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a
conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco
escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a
conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero
hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico
Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en
medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre
rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary
Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y
al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa
institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos”, le
dijeron. “Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo
preferiría que los enseñaran a convivir con los demás”.
A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro
sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para
reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad.
Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el
hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior
de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la
exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En
estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias
tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos
que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con
otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la
vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse
algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que
ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una
respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos
daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que
el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos
estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro.
Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines
educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de
ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida,
más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que
puedan ser copiadas.
Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es
verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a
veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los
estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya
quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de
modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y
eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y
uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo
debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero
también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte
de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis
elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo
en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca,
un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando
pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en
abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá
no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es
igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un
gran danés es igual a un chihuahua.
Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que
las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la
psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en
las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea
distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero
recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y
de poder simbólico. “Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton,
pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que
uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno”. Cuando
tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se
enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen,
tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro,
tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no
nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades
de la estadística.
A veces la educación no está hecha para que colaboremos
con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora
que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que
sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos
obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.
Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar
más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores,
por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se
lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se
introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso
de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone
que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino
entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo,
debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de
todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra
carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa
competencia incesante.
No digo que esté mal: a lo mejor los seres humanos sólo
avanzamos a través de la rivalidad. Pero estoy seguro, viendo
sobre todo la pésima pedagogía de las sociedades excluyentes,
que la fórmula de que uno triunfe al precio de que los demás
fracasen, puede ser muy reconfortante para los triunfadores pero
suele ser muy deprimente para todos los demás. No estoy muy
seguro de que no sea un semillero de resentimientos. ¿No
estaremos excesivamente contagiados de esa lógica norteamericana
que considera que los seres humanos nos dividimos sólo en
ganadores y perdedores? Hasta en el arte, reino por excelencia de
lo cualitativo sobre lo cuantitativo, suele aceptarse ahora esa
superstición del primer lugar, del número uno, del
triunfador, y nada lo estimula tanto como los concursos y los premios.
Recuerdo, ya que estamos en Buenos Aires, una anécdota de
Jorge Luis Borges. Alguna vez le preguntaron cuál era el
mejor poeta de Francia: Verlaine, contestó. Pero, ¿y
Baudelaire? le dijeron. Ah sí, Baudelaire también
es el mejor poeta de Francia. ¿Y Victor Hugo?, también
es el mejor. Y Ronsard, añadió, por supuesto que Ronsard
es el mejor poeta de Francia. ¿Por qué sólo
uno tiene que ser el mejor?
Por otra parte, hay una separación demasiado marcada entre
los medios y los fines, entre el aprendizaje y la práctica,
entre los procesos y los resultados. Pero aprender debería
ser algo en sí mismo, no apenas un camino para llegar a otra
cosa. Diez años de estudio no se pueden justificar por un
cartón de grado: deberían valer por sí mismos,
darnos no sólo el orgullo de ser mejores sino la felicidad
de una época de nuestra vida. Así como a medida que
dejemos de vivir para el cielo aprenderemos a hacer nuestra morada
en la tierra, a medida que dejemos de estudiar para el grado aprenderemos
que la rama del conocimiento y el oficio que escojamos deben ser
nuestro goce en la tierra.
Y ello tal vez nos ayude a avanzar en la interrogación
de las claves del aprendizaje. ¿Quién dice que el aprender es algo
cuantitativo, que consiste en la cantidad de información que recibamos?
¿Quién nos dice que el conocimiento es necesariamente algo que se
adquiere, que se recibe? ¿Qué pasaría si el aprender fuera perder y no
ganar? Tal parece que así es realmente, si pensamos en las enseñanzas de
Platón, para quien aprender de verdad no es tanto recibir una carga de
saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo posiblemente
falso. Platón decía que la ignorancia no es un vacío sino una llenura.
El que no sabe es el que más cree saber. Cuando en un momento de nuestro
aprendizaje alguien nos pregunta, por ejemplo, por qué las cosas caen
hacia el suelo, es frecuente que respondamos, porque es lógico, porque
tiene que ser así. Alguien socráticamente nos demostrará que no es
lógico, que no tiene que ser así, y nos mostrará que hay cosas que no
caen, como las nubes, o los globos, o la luna, y que por lo tanto el
caer no es una necesidad sino algo que obedece a una ley que merece ser
interrogada. Nos demostrarán que lo que parecía ser evidente no era más
que nuestra falta de interrogación, y que muchas certezas que tenemos
podrían derrumbarse. Todo está comprendido en otro famoso aforismo de
Wilde: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”.
No somos cántaros vacíos que hay que llenar de saber,
somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que
vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas
provechosas. Y tal vez lo mejor que podría hacer la educación formal por
nosotros es ayudarnos a desconfiar de lo que sabemos, darnos
instrumentos para avanzar en la sustitución de conocimientos. Pero
¿estará dispuesto un joven a pagar por un modelo educativo que en vez de
convencerlo de que sabe lo convenza de que no sabe? Posiblemente no,
pero entonces llegamos a uno de los secretos del asunto. Claro que la
escuela puede darnos conocimientos y destrezas, pero a ello no lo
llamaremos en sentido estricto educación sino adiestramiento. Y claro
que es necesario que nos adiestren. Pero mientras la educación siga
siendo sólo búsqueda del saber personal o de la destreza personal,
todavía no habremos encontrado el secreto de la armonía social, porque
para ello no necesitamos técnicos ni operarios sino ciudadanos.
¿Dónde se nos forma como ciudadanos? Y ¿dónde se nos
forma como seres satisfechos del oficio que realizan? El tema de la
felicidad no suele considerarse demasiado en la definición de la
educación, y sin embargo yo creo que es prioritario. Creo que
necesitamos profesionales si no felices por lo menos altamente
satisfechos de la profesión que han escogido, del oficio que cumplen, y
para ello es necesario que la educación no nos dé solamente un recurso
para el trabajo, una fuente de ingresos, sino un ejercicio que permita
la valoración de nosotros mismos. Pienso en la felicidad que suele dar a
quienes las practican las artes de los músicos, de los actores, de los
pintores, de los escritores, de los inventores, de los jardineros, de
los decoradores, de los cocineros, y de incontables apasionados
maestros, y lo comparo con la tristeza que suele acompañar a cierto tipo
de trabajos en los que ningún operario siente que se esté
engrandeciendo humanamente al realizarlo. Nuestra época, que convierte a
los obreros en apéndices de los grandes mecanismos, en seres cuya
individualidad no cuenta a la hora de ejercitar sus destrezas, es
especialmente cruel con millones de seres humanos.
No se trata de escoger profesiones rentables sino de
volver rentable cualquier profesión precisamente por el hecho de que se
la ejerce con pasión, con imaginación, con placer y con recursividad.
Podemos aspirar a que no haya oficios que nos hundan en la pesadumbre
física y en la neurosis.
La creencia de que el conocimiento no es algo que se
crea sino que se recibe, hace que olvidemos interrogar el mundo a partir
de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en nuestras propias
necesidades. Algunos maestros lograron, por ejemplo, la proeza de
hacerme pensar que no me interesaba la física, sólo porque me
trasmitieron la idea de la física como un conjunto de fórmulas
abstractas y problemas herméticos que no tenía nada que ver con mi
propia vida. Ninguno de ellos logró establecer conmigo una suficiente
relación de cordialidad para ayudarme a entender que centenares de
preguntas que yo me hacía desde niño sobre la vista, sobre el esfuerzo,
sobre el movimiento y sobre la magia del espacio tenían en la física su
espacio y su tiempo.
Es más, nadie supo ayudarme a ver que buena parte de las
angustias, los miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi
adolescencia eran lujosas puertas de entrada a algunos de los temas más
importantes de la psicología, de la filosofía y de la metafísica. Si uno
sale del colegio para entrar en la ciudad, en el campo o en la noche
estrellada, eso equivale a decir que uno a menudo sale de las aulas para
entrar en la sociología, en la botánica o en la astronomía.
Solemos separar en realidades distintas la habitación,
el estudio, el trabajo y la recreación, de modo que la casa,
la escuela, el taller y el area de juegos son lugares donde cumplimos
actividades distintas. Para Samuel Johnson la casa era la escuela,
para William Blake y para Picasso una casa era un taller o no era
nada, para Oscar Wilde no podía haber un abismo entre la
creación y la recreación. A diferencia del Renacimiento,
donde había verdaderos pontífices, es decir, hacedores
de puentes entre disciplinas distintas, hoy nos gusta separar todo,
llegamos a creer que es posible estudiar por separado la geografía
y la historia, creemos que no hay ninguna relación entre
la geometría y la política. Sin embargo en nuestras
sociedades está claro que estar en el centro o en la periferia
es ciertamente un asunto político.
¿Por qué asumir pasivamente los esquemas? ¿Por
qué las enfermeras no pueden ser médicos? ¿Por
qué aceptar un tipo de parámetro profesional que convierte
un oficio en una limitación insuperable? Nada debería
ser definitivo, todo debería estar en discusión.
Solemos ver, por ejemplo, la educación como el gran
remedio para los problemas del mundo; solemos ver el aprendizaje como la
más grande de las virtudes humanas. Y lo es. Pero precisamente por ello
hay que decir que ese aprendizaje es también una grave responsabilidad
de la especie. Para aproximarnos un poco a este tema hay que pensar en
el resto de las criaturas. Se diría que el saber instintivo de las
especies es una suerte de seguro natural contra los accidentes y los
imprevistos. Nada nos permite tanto confiar en una abeja, como la
certeza de que siempre sabrá hacer miel y nunca se le ocurrirá destilar
otra cosa. Si un día las abejas optaran por producir vinagre o ácido
sulfúrico, el caos se apoderaría del mundo. Un perro o un oso pueden ser
adiestrados para que repitan ciertas conductas, pero el ser humano es
el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz de inventar cosas
distintas. La conclusión necesaria de esta reflexión es que los seres
humanos aprendemos, y porque aprendemos somos peligrosos. No somos una
inocente abeja destilando para siempre su cera y su miel, sino criaturas
admirables y terribles capaces de inventar hachas y espadas, libros y
palacios, sinfonías y bombas atómicas. Nuestras virtudes son también
nuestras amenazas; el privilegio de pensar, el privilegio de inventar y
el privilegio de aprender comportan también aterradoras
responsabilidades, y un filósofo se atrevió ya a decirle a la humanidad
algo que no esperaba oír: “perecerás por tus virtudes”.
Cada vez que nos preguntamos qué educación queremos, lo
que nos estamos preguntando es qué tipo de mundo queremos fortalecer y
perpetuar. Llamamos educación a la manera como trasmitimos a las
siguientes generaciones el modelo de vida que hemos asumido. Pero si
bien la educación se puede entender como trasmisión de conocimientos,
también podríamos entenderla como búsqueda y transformación del mundo en
que vivimos.
A veces, mirando la trama del presente, la pobreza en
que persiste media humanidad, la violencia que amenaza a la otra media,
la corrupción, la degradación del medio ambiente, tenemos la tendencia a
pensar que la educación ha fracasado. Cada cierto tiempo la humanidad
tiende a poner en duda su sistema educativo, y se dice que si las cosas
salen mal es porque la educación no está funcionando. Pero más
angustioso resultaría admitir la posibilidad de que si las cosas salen
mal es porque la educación está funcionando. Tenemos un mundo ambicioso,
competitivo, amante de los lujos, derrochador, donde la industria mira
la naturaleza como una mera bodega de recursos, donde el comercio mira
al ser humano como un mero consumidor, donde la ciencia a veces olvida
que tiene deberes morales, donde a todo se presta una atención presurosa
y superficial, y lo que hay que preguntarse es si la educación está
criticando o está fortaleciendo ese modelo.
¿Cómo superar una época en que la educación corre el
riesgo de ser sólo un negocio, donde la excelencia de la educación está
concebida para perpetuar la desigualdad, donde la formación tiene un fin
puramente laboral y además no lo cumple, donde los que estudian no
necesariamente terminan siendo los más capaces de sobrevivir? ¿Cómo
convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y
de las comunidades?
Para ello también hay que hablar del modelo de
desarrollo, que suele ser el que define el modelo educativo. Durante
mucho tiempo los modelos de Occidente han sido la productividad, la
rentabilidad y la transformación del mundo. Pero hay un tipo de
productividad que ni siquiera nos da empleo, un tipo de rentabilidad que
ni siquiera elimina la miseria, una transformación del mundo que nos
hace vivir en la sordidez, más lejos de la naturaleza que en los
infiernos de la Edad Media. ¿Y qué pasaría si de pronto se nos
demostrara que el modelo de desarrollo tiene que empezar a ser el
equilibrio y la conservación del mundo? ¿Qué pasaría si el saber
cuantitativo que transforma es reemplazado por el saber previsivo que
equilibra, si el poder transformador de la ciencia y la tecnología se
convierte en un saber que ayude a conservar, que no piense sólo en la
rentabilidad inmediata y en la transformación irrestricta sino en la
duración del mundo?
Con ello lo que quiero decir es que nosotros podemos
dictar las pautas de nuestro presente, pero son las generaciones que
vienen las que se encargarán del futuro, y tienen todo el derecho de
dudar de la excelencia del modelo que hemos creado o perpetuado, y
pueden tomar otro tipo de decisiones con respecto al mundo que quieren
legarles a sus hijos. A lo mejor los grandes paradigmas al cabo de
cincuenta años no serán como para nosotros el consumo, la opulencia, la
novedad, la moda, el derroche, sino la creación, el afecto, la
conservación, las tradiciones, la austeridad. Y a lo mejor ello no
corresponderá ni siquiera a un modelo filosófico o ético sino a unas
limitaciones materiales. A lo mejor lo que volverá vegetarianos a los
seres humanos no serán la religión o la filosofía sino la física escasez
de proteína animal. A lo mejor lo que los volverá austeros no será la
moral sino la estrechez. A lo mejor lo que los volverá prudentes en su
relación con la tecnología no será la previsión sino la evidencia de que
también hay en ella un poder destructor. A lo mejor lo que hará que
aprendan a mirar con reverencia los tesoros naturales no será la
reflexión sino el miedo, la inminencia del desastre, o lo que es aún más
grave, el recuerdo del desastre.
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